GUY LE GAUFEY
En un primer tiempo, la palabra «interpretación», así aislada, da miedo en tal soledad, asusta a quien quiere apoderarse de ella, debido a la amplitud de su dominio: en la religión, la filosofía, la ciencia, la lógica, en casi todas las artes, por todos lados, parece que hay interpretación, que nada se puede hacer sin un mínimo de interpretación. De tal modo que intentar abordar dicha interpretación, en general, parece una apuesta insostenible, a menos que uno se eleve a una altura tal que corra el riesgo de romperse la crisma.
Lo que más me interesa destacar, a partir de tal título – que di hace algunos meses para deshacerme de una presión que en aquel entonces no tenía muchas bases–, es la segunda parte: la hemorragia del sentido. Siempre –no sé bien porqué– me interesó la hemorragia. Supongo que tengo un sentimiento bastante hemorrágico de la vida misma: algo que fluye sin pedirnos permiso, hasta el punto en que se detiene, brutalmente o con una parsimonia insultante. Me parece que en la vida y en el sentido hay el mismo tipo de economía que calificaré, con su permiso, de hidráulica, a reserva de explicarlo mejor más adelante.
Por el momento, insistiré más en el término «economía», que introduzco no sin razón. Durante los primeros siglos del cristianismo, en la tradición patrística, fue una palabra clave para significar la manera por la cual Dios se hacía manifiesto a través de su Providencia, su Gracia o su Sabiduría. Su Economía era el estilo peculiar de su epifanía, su manera de pasar del infinito de su ser, al finito de este mundo; de su necesaria incircunscripción a su circunscripción, esencialmente la del Hijo que tomó forma humana a través del milagro de la Navidad (hay siempre un tufo de milagro en la economía, en la medida en que se trata de cambiar radicalmente de registro). En esta economía divina, se trataba del pasaje de algo, en su principio mismo incognoscible, a algo nuevo que estuviera a nuestra altura. Y entre los dos… ¿qué podemos decir que valga la pena? ¿Cómo saber si se trata o no de lo mismo? Obviamente, con Dios — aquí está su gran mérito – las cosas son inmediatamente clarísimas: nunca podremos comparar entre Él y cualquiera de sus manifestaciones. Pero, en lo que toca a la interpretación, a este pasaje del uno al otro, del texto latente al texto manifiesto, vamos a ver hasta qué punto es difícil tomar una posición clara en este embrollo.
En uno de sus comentarios sobre nuestro gran jefe, Aristóteles, el filósofo francés Paul Ricœur –quien es casi un especialista de la interpretación en la medida en que escribió dos libros enormes sobre este tema– da la siguiente definición de la interpretación (que toma de Aristóteles mismo):
Dire quelque chose de quelque chose, c’est, au sens complet et fort du mot, interpréter.
Decir algo a propósito de algo es, en el sentido pleno y fuerte de la palabra, interpretar.
A pesar de su carácter de extrema trivialidad, esa fórmula nos señala bien que lo que importa aquí para acercarnos a la interpretación es apreciar correctamente la relación entre el primer y el segundo «algo». Aparentemente, al seguir la lógica de esta economía divina que empezamos a percibir, parece que hay por lo menos dos situaciones opuestas. Por un lado, el primer «algo» es el enunciado propiamente dicho de la interpretación, entonces éste no puede faltar en su presencia positiva. Pero la calidad de la presencia del segundo «algo» nos permite concebir los dos extremos que quiero escenificar. Puede ser un enunciado del mismo nivel que el primero, como cuando se escucha directamente, en la televisión por ejemplo, la voz del intérprete que cubre más o menos la del personaje hablante. En este caso, los dos mensajes se pueden comparar, por ser ambos de la misma veta. Por el contrario, cuando se trata de explicitar un fenómeno natural, es decir pasar de un signo más o menos opaco – como la expresión de un rostro– al sentido claro de un enunciado en lengua natural, podemos tener la impresión de que aquí se trata de otra cosa.
Pero, de hecho, no es tan obvio. En la traducción misma, que aparentemente confronta dos enunciados del mismo nivel, la puesta en relación se hace a través del mismo rodeo que llamamos, de un solo golpe y sin reflexionar más, «el sentido». Aun cuando el segundo «algo» sea dado tan claramente como en un enunciado, o tan dudosamente como en la configuración de un augurio, la interpretación siempre supone la existencia de este tercer término del sentido — del cual por el instante no se sabe bien si se trata de un término o no – pero es lo que autoriza el pasaje del primer al segundo algo.
La naturaleza del sentido
Es una cuestión tan antigua como la humanidad, pero que tuvo un gran renacimiento con la hermenéutica alemana del siglo XIX, con Friedrich Schleiermacher (1768-1834), y sobre todo Wilhelm Dilthey (1833-1911). Ellos inventaron, entre otras cosas, lo que llamaron el «circulo hermenéutico» al esclarecer un hecho fundamental ligado a la actividad de interpretar : para interpretar, hay que entender lo que se trata de interpretar. Eso es de cajón. Lo que es menos claro, es que para «entender», habría que estar de acuerdo, profundamente, con lo que se dice, habría que estar involucrado en el ambiente para entender en todos sus matices lo que se dice a través de ese «algo» que se presenta para interpretarse. Se trata de la gran cuestión de la empatía.
¿De dónde surgía tal exigencia? Como ocurre muy a menudo, fue una reacción en contra de excesos anteriores, sobre todo aquellos relacionados con la interpretación alegórica que colgaba, con más o menos delicadeza, un sentido nuevo sobre figuras o símbolos antiguos, sin preocuparse mucho de sus sentidos anteriores. En un movimiento de salubridad textual, intentaron destacar con la máxima atención posible, un sentido supuestamente original, a partir del cual se podía considerar una historia viable de las diferentes interpretaciones. La excelente filología alemana del siglo XIX seguiría este camino, para su mayor éxito. En el siglo XX, alguien de la estatura del filósofo Jaspers insistía fuertemente en la «comprensión», directamente derivada de la empatía de la hermenéutica del siglo anterior .
¿Por qué la empatía? Obviamente, para empatar. Para hacerse de este maldito sentido que se propone como lo que podría arbitrar entre nuestro primer y nuestro segundo «algo». Este sentido permanece obviamente en el aire en la medida en que no se puede ubicar de ninguna manera. Entonces, la exigencia de empatía consistía esencialmente en un conocimiento fino de la zona de producción del enunciado, del texto o del mito a interpretar, a fin de que la interpretación no cayera del cielo, ya que el cielo, en este tipo de ocasiones, se reduce comúnmente a los prejuicios del intérprete.
Aquí estamos en una encrucijada: ¿cómo saber –lo que se llama saber– si este «entender» que se presenta como condición mínima de interpretación no se reduce mera y simplemente a una proyección? A lo sumo, intentaré dilatar mis horizontes y a lo sumo corro peligro de utilizar, en mi ignorancia profunda de aquello lejano y ajeno, mis propios datos. Y, lo más grave de todo, es que lo haré sin poder saber hasta qué punto lo hago. Situación, ésta, sumamente incómoda.
La calidad de existencia de ese «sentido» ha sido objeto de apuestas totalmente opuestas. Para quedarnos en el terreno de la lógica (que parece más seguro), podemos referirnos al lógico alemán Gottlob Frege, y al filósofo estadounidense W. V. O. Quine, como los paladines de las dos tesis más opuestas. Frege sostuvo, por su lado, que el Sinn, el sentido de una proposición lógica que él llamaba una «función», existía independientemente de la existencia de cualquier Bedeutung, es decir de cualquier objeto capaz de llenar el vacío esencial de dicha función. Parecía que el sentido de una función podría establecerse con toda claridad, independientemente de cualquier Bedeutung, de cualquier «denotación». Con una diferencia tan clara entre tal Sinn y tal Bedeutung, Frege pudo creer durante algunos años que estaba en el camino de producir una escritura lógica sin ninguna de las equivocaciones de las lenguas naturales. Pero esa diferencia tan clara debía conducirlo, pasando por la crítica muy aguda de Bertrand Russell, hacia la gran crisis de las paradojas de los fundamentos de las matemáticas. Lo que daba en un primer tiempo la impresión de aclarar muchísimo el paisaje, conducía, sin embargo, bastante rápido a la catástrofe. Esto no se podía aprehender de inmediato. A Frege le parecía muy claro que la significación de la proposición «la estrella de la mañana» y la significación de la proposición «la estrella de la noche» eran diferentes, aunque el progreso del saber astronómico hubiera conducido a nuestros lejanos abuelos al hallazgo de que estas dos significaciones tenían la misma Bedeutung, que el mismo objeto satisfacía a las dos proposiciones. De ahí la convicción de que cada significación propiamente construida existiera por su lado, con su propio significado, ya sea que fuera o no vacía, que tuviera o no un objeto.
Quine, por todo el contrario, al tomar aquí el camino contrario de Frege, ironizó muy a menudo sobre lo que llamaba, por su parte, el «mito de la significación». Era su manera de apuntar al hecho de que nunca se puede establecer una significación cualquiera, como uno quiera, sin que tercie un elemento que no viene del «algo» que se trata de interpretar, sino que viene necesariamente del intérprete mismo, a saber: lo que permite individuar, es decir poner en relación un enunciado con un objeto. Quine luchaba al mismo tiempo contra dos enemigos: el sentido comun, que confia naturalmente en el hecho de que lo que garantiza la interpretación es no sólo la existencia del objeto a interpretar, sino también nuestro conocimiento de sus propiedades especificas; y también luchaba contra un tipo de pensamiento como el de Frege, que planteaba el sentido fuera de cualquier referencia. De ahí su tesis conocida bajo el título de la «indeterminación de la traducción»; tesis en la cual no se trata de sostener que no hay traducción, que el traductor es siempre un traidor, etc etc. Por el contrario, Quine afirma en su manera inimitable que, si se pueden eliminar las malas traducciones, no se puede eligir racionalmente una que sea indudablemente la mejor. Hay siempre una imprecisión en la medida en que nunca se toca de la misma manera a nuestros dos «algos» que nos ayudan desde el inicio a entender el nudo complejo de la interpretación.
Para allanar un poco las innumerables dificultades de este asunto, tomémoslo por la vía negativa, y supongamos por un ratito que existe tal cosa : que la significación de un enunciado existe independientemente de las formas lingüísticas a través de las cuales comunicamos diariamente . Después de todo, ¿no es eso lo que hacemos todo el tiempo cuando suponemos que “A mi me gusta eso”, “J’aime bien ça” y “I like it”, dicen la «misma cosa»? Si se trata de la «misma cosa», por lo menos podemos decir que se trata de una cosa, ¿no? En este punto, Quine procura que sepamos apreciar el hecho de que el sistema de equivalencias de nuestros hábitos de traducción no puede funcionar como garantía de que exista una especie de diccionario semántico hacia el cual convergerían nuestras tres expresiones lingüísticas. Por lo tanto, se trata de una crítica casi feroz de la creencia en la existencia de lo que Popper, por su lado, llamó el «tercer mundo». Con Quine, y también con Wittgenstein, en un estilo totalmente diferente, encontramos una manera de pensar que prohibe considerar la interpretación como una substitución regulada sobre algo que se llamaría el sentido. No es que el sentido no exista «en general», sino que no se puede individuar como tal hasta el punto de que cada expresión bien formulada posea su propio sentido como parte de ella, lo que Quine resumió en una gran fórmula : «Meaning, yes. Meanings, No.»
Y lo que vale para este elemento lógico básico, que es una proposición, vale también en la traducción, y aún más allá, entre las culturas. Quine extendió su crítica hasta luchar en contra de la idea del antropólogo francés Lévy-Brulh quien había sostenido la existencia de una mentalidad «pre-lógica» en los hombres pre-históricos. Quine preguntaba : ¿qué es lo que le permite afirmar a Lévy-Brulh que aquellos hombres tenían una mentalidad pre-lógica? Lo único que se puede decir es que, tal vez, no tenían la misma que utilizamos nosotros ahora, y si utilizaban otra, no podemos saber cuál era porque no podemos pensar sin la ayuda inmediata e infalible de la nuestra. Y , por extraordinario que parezca, si pudiéramos hacerlo en la soledad de nuestro pensamiento , lo cierto es que no podríamos comunicarlo. Ocurre lo mismo con cualquier comunicación: ya sea con los marcianos, con todos los aliens, o con mi propio vecino.
Por supuesto, tenemos aquí una tesis extrema, y aun extremista. Pero su mérito no es buscar la unanimidad, sino permitir plantear algunas dudas. Y, por ejemplo, vislumbrar el hecho de que sostener más allá de las costumbres cotidianas la existencia de un sentido único en relación con cada proposición clara podría equivaler, rápidamente, a la idea extraña de exiliarse de su cultura. Ser otro. Nada menos. Imaginar un punto a partir del cual podríamos echar una ojeada a nuestro ámbito como si hubiera sido el de un salvaje total. El placer que derivamos, los unos y los otros, al comparar nuestros sistemas de moneda, de gobierno, nuestros modales de mesa, y, ¿por qué no?, nuestras maneras de analizar, este placer (y su angustia) existen, por supuesto, pero esta permanente comparación no tiene ningún punto de referencia, ningún equilibrio. Es bastante difícil convencerse de ello, y aún más sacar algunas consecuencias.
Si volvemos ahora al asunto de la interpretación desde la perspectiva analítica, nuestro pequeño rodeo por la significación nos abona algunos dividendos. Se disipa un poco (¡eso espero!) la idea tan obvia de que interpretar no sería sino dar otra forma lingüística al mismo sentido —y tampoco a un sentido «un poco» parecido, porque sigue faltando el instrumento de medida de este «un poco». A pesar de que no podemos arreglárnosla sin el sentido, tampoco podemos asegurar una interpretación a partir del sentido. Siempre hay que desplegar una estrategia para que el sentido producido por la interpretación se relacione con el otro «algo», el primero. Y además, este vínculo entre ambos no compete únicamente a la racionalidad. Ésta permite invalidar los vínculos más debiles, y así dejar de lado una marea de interpretaciones; pero esta misma racionalidad depende también de la trama de las interpretaciones posibles. Hay aquí un intercambio extraño entre la verdad, que toca a un cierto rigor simbólico, y el ambiente semiótico que despliega un espacio imaginario apto para acoger la interpretación que será eligida. Es el caso en los ámbitos científicos, religiosos, literarios, y también en los analíticos.
El viraje lacaniano
La fama de Lacan se debe en gran parte a su promoción de la palabra «significante». Al punto de que, en el francés de hoy, el adjetivo «significatif» regresa… significativamente frente al adjetivo «signifiant». Se puede oir comúnmente a la radio: «Je trouve tout à fait signifiant…» («Encuentro absolutamente significante...»). Signo de los tiempos, y de la marca de la terminología analítica en la lengua común . Se trata ahora de saber si este cambio aparente de rumbo transforma o no la noción de interpretación que nos viene de Freud, y más allá, de toda una tradición del signo clásico. Se trata de saber si se inauguró con Lacan (y algunos otros) una concepción del signo tan diferente como para que cambie, más o menos, el estatuto de la interpretación.
Se sabe bien – tal vez demasiado bien, en mi opinión– que hay un lazo de Lacan con Saussure. Pero este vínculo está retorcido, precisamente en el punto que nos importa. En el Saussure del Curso de lingüística general, la representación del signo deja ver, en una especie de fracción, al significado arriba del significante, rodeados por una línea curva y cerrada que comprime a ambos en la nueva unidad del signo, mientras que esta construcción deja de lado, fuera de esa nueva lingüística, el vínculo con el referente que ya no forma parte ligada con el signo. Eso es todavía una manera de hacer entender que cada signo posee su propio significado; la diferencia es que el valor de cada significado ya no se establece a partir de su lazo con cualquier referente, sino a partir de todos los otros valores de los otros signos.
Lacan, desde sus primeros pasos por este tema, actúa de otra manera. Con él, el significante aventaja de inmediato al significado pasando arriba de la barra que siempre los destaca. Y también desaparece lo que llamé, por mi parte, en un libro anterior, el «lazo» –no tanto el vínculo entre significante y significado, sino esta herramienta, que es casi un circulo, esta cuerda que utilizan los gauchos para lazar a las vacas o los caballos rebeldes. Esta especie de cuerda, que en Sausurre permitía tener juntos significante y significado, circunscritos en la unidad del signo, ya no es con Lacan una propiedad del signo, sino la marca misma del imaginario, que viene de su concepción del estadio del espejo. Lo que le da su unidad al signo, como también a este átomo de sentido que es la proposición logica, es, para Lacan, algo del narcisismo, algo del imaginario, y nada del simbólico.
Tal inversión implica un montón de consecuencias. Ya no hay que sorprenderse cuando encontramos, por ejemplo en el seminario La identificación, una sesión en la cual Lacan habla del movimiento de la lengua como el de una noria en la cual cada cangilón, entendido aquí como metáfora de un significante, sube tal cantidad de agua, que toma aquí el valor de significado, para echarla en el río o en el arroyo del sentido. Eso es tanto como decir que este significado no tiene más identidad que la del agua, que entre «sentido» y «significado», no hay diferencia de naturaleza, sino sólo de grado. De ahí el concepto lacaniano de «signifiance »: una capacidad de significar sin ninguna exigencia de individuar, de singularizar cualquier significado que sea, como parte momentánea del sentido.
Por más rápida que sea esa brevísima descripción de la semiótica lacaniana, parece que en Lacan tenemos a un extremista de la estatura de Quine, alguien a quien le gusta decir (y pensar): «Meaning, yes. Meanings, no». Pero tal convicción, cualesquiera que sean sus bases, se revela muy rápido como una especie de máquina de guerra en contra del análisis que trae con profusión nuevos significados, que pretenden esclarecer muchas cosas, e invitan por eso a interpretar obras literarias tanto como síntomas neuróticos, películas modernas tanto como movimientos políticos, sentimientos tanto como sueños. El psicoanálisis se presenta así, muy a menudo, como una gran colección de significados que se concretarían, sin demasiados problemas, en cualquier lengua, en cualquier cultura. Hay mucho de eso en Freud mismo y en la cohorte de sus alumnos, incluso en Lacan, incluso en nosotros. El psicoanálisis nos presenta, en su saber, tal cantidad de significados aparentemente claves: la castración, el deseo, la represión, la transferencia, etc. etc., que es casi imposible no utilizarlos alguna vez de manera más o menos salvaje. Es demasiado tentador.
En esa perspectiva, interpretar, en el ámbito analítico, se reúne con el interpretar de siempre, ora en el sentido brutal de la interpretación alegórica (es el tono usual del partidario del análisis, tanto lacaniano como freudiano, quien despide sus interpretaciones sin muchos miramientos), ora en el sentido agudo de la interpretación hermenéutica a la Schleiermacher, que se puede acercar a la fórmula del «retorno a…» ¿A qué? ¡Al sentido original, por supuesto!
Pero sorprendentemente, Lacan se opuso siempre a considerar al psicoanálisis como una hermenéutica, y si a sus ojos existe alguna palabra condenada para calificar al análisis, es precisamente ésta. ¿Por qué?, porque la bandera del inicio de su enseñanza, este famoso «retorno a Freud», es tipicamente la de un movimiento a la Schleiermacher, que lucha en contra de los abusos de la interpretación alegórica, y favorece la búsqueda de un sentido original detrás del texto del mismo nombre.
Efectivamente, en estos años cincuenta en que Lacan empezaba la larga serie de sus seminarios, quería diferenciarse de la manera, muy común en el ámbito analítico francés, de invocar a Freud sin leerlo. En vez de esto, se recuría a una mera colección de significados, escogidos para formar una « teoría freudiana » que Sigmund Freud, por su parte, nunca escribió como tal. Y lo más importante era –y siempre es– que esa actitud con respecto al texto de Freud se repetía con respecto a la palabra del paciente. Ésta tenía el valor, por lo tanto, de revelar que correspondía a elementos de un saber freudiano prefabricado, reducido en el peor de lo casos a una psicología llena de todo lo que el sentido común puede arrastrar como pensamientos reaccionarios relacionados con una cierta idea de «salud», o peor aún, de «normalidad». En esta medida, el retorno a Freud fue lo que llamé anteriormente un movimiento de salubridad textual, y por eso mismo de alivio. Pero, insisto: ¿por qué rehusar tan constante y vigorosamente la palabra «hermenéutica», tanto para el análisis mismo como para su práctica cotidiana? ¿Cuál es el punto de discrepencia entre ambos?
En un primer tiempo, es obvio: un nuevo sentido no es, de ninguna manera, el blanco, la meta del acto analítico. Por medio de la interpretación, se trata, no tanto de hacer estallar un nuevo sentido, sino, por aquí levantar una inhibición, por allá allanar una dificultad, de una u otra manera, se trata de abrir un camino que no está, necesariamente, en la prolongación del sentido anterior.
Aquí está lo importante. Cuando se levanta una dificultad en el orden de la significación, cuando se arregla un problema en el orden del sentido, lo que se recupera es una forma de energía que nadie, estrictamente nadie, sabe bien por dónde va a ser empleada. Y esto, por eso, ya no es una cuestión que se pueda resolver por medio del sentido.
El rechazo de Lacan nos plantea un problema que se entiende a partir de ahí: por más cuidosamente que podamos seguir los hilos simbólicos que tejen el síntoma por medio del único hilo que se puede seguir, a saber el del significante, tenemos también que respetar el hecho de que el sentido que ata y alinea algunas significaciones, siempre se corta, siempre se quiebra, y queda en el aire la cuestión de su consistencia general, de su capacidad para sobrepasar indefinidamente sus fallas manifiestas.
En este punto, se plantea de manera drástica una pregunta demasiado grande para nosotros: se trata de un tipo de pregunta a la cual no se puede contestar simplemente porque no es una cuestión local. Todo lo contrario, abarca a la globalidad del sistema simbólico, nos interroga, más allá de cualquier vivencia a partir de que podríamos zanjar la cuestión, sobre si este sistema es uno, o no es uno. Más prácticamente: cuando los hilos del sentido se pierden, ¿se pierden accidentalmente, de tal modo que podemos reanudarlos?, o ¿se pierden definitivamente, sin que nunca, en ningún punto, vuelvan a cruzarse de nuevo?
Obviamente, el primer punto es vital para el psicoanálisis: la posibilidad de interpretar, de producir nuevos sentidos y, por eso, reordenar una parte más o menos importante de la estructura simbólica del sujeto, existe y constituye su raíz inexpugnable. Pero: ¿el segundo punto? ¿Cómo sostener la hipotesis (nunca será un hecho) de que los caminos del sentido siempre se cruzan, de una u otra manera? Sería una cuestión perfectamente vana si no se tratara, por esta misma apuesta, de la manera en que el analista empeña y sostiene la transferencia de la cual se hace el objeto, ya que esta transferencia es precisamente lo que corresponde a la hipótesis de que siempre (o ¿no siempre?) hay un texto latente detrás del texto manifiesto, que siempre (o ¿no siempre?) los caminos del sentido se cruzan.
Para avanzar un poquito, sin desplegar demasiados tecnicismos no tenemos más que agregar algunas consideraciones extrañas. Por ejemplo, siempre se dijo que todos los caminos conducen a Roma; esto basta para que se huela bien el tufo de religión que permite sostener que el desorden aparente de este mundo tiene su punto de unidad en su confluencia con el cielo. Podrá faltarle siempre algún sentido a los seres humanos, pero no podemos imaginar que le falte alguno al Espíritu Santo.
Pero, por otro lado, ¿qué especie de inspiración dictó a Freud que, en el análisis de un sueño, tan meticuloso y largo como sea, siempre habrá un ombligo que ningún análisis posterior podrá llevar a cabo? Qué movimiento le hizo pasar del mero hecho de la repetición (en el trauma, la transferencia, el fort/da) a su hipotesis tardía de una pulsión de muerte? Y ¿por qué Lacan, desde la construcción de su grafo del deseo, a fines de los años cincuenta, escribe las letras S(A;/ ), y significar así que «no hay Otro del Otro», que el simbólico es esencialmente incompleto? ¿De dónde se enteraron de lo que no se puede encontrar como tal?
Ambos lo alcanzaron por la vía negativa, es decir: si no se afirma este tipo de enunciado negativo, bajo una u otra forma, entonces nadie podrá impedir que el análisis se vuelva una máquina paranoica casi perfecta. Lo que le permite al hermenéuta serio no rodar por esta pendiente –es decir: la tradición en la cual se inscribe– eso es precisamente lo que le falta al analista en la soledad de su acto, en la clínica transferencial que es la suya.
Entonces, la cuestión del despliegue indefinido de la interpretación, que parece bastante natural para el hermenéuta, plantea un problema casi infernal para el analista: siempre tiene que apostar que cualquier signo, cualquier formación de sentido que lo atrape, se puede interpretar, pero si no quiere darle a la transferencia su cierre paranoico, debe sostener también que no todos los sentidos pueden atraparlo. Cualquiera... y no todos. Cualquiera... y no todos. Cualquiera... y no todos. Aquí está la hemorragia.
(*) texto extraído de :http://web.me.com/legaufey/Le_Gaufey/Textes_1973-2009.html